lunes, 28 de mayo de 2012

Talando el bosque


   Ya se sabe el dicho… “A veces los árboles no dejan ver el bosque”.

   Eso se dice, pero qué ocurre cuando el dichoso bosque no te deja encontrar el árbol que necesitas para averiguar si tienes o no madera… la madera… y vas por ahí rebuscando dentro de ti mismo cual Stradivari pegando la oreja a los leños hasta oír la melodía de un violín, como Migue Ángel en busca del bloque de mármol que contuviese en su interior la Piedad más bella jamás esculpida. El desasosiego de no dar con ello es infinito, ¿estaría equivocada?, ¿será otro mi camino?

    Así, adentrándome en un frondoso hayedo, de esos que esta región alberga orgullosa, entre doscientas criaturas que me observan con acuciantes ojos, un leñador experto me ayudó a encontrar el árbol en cuestión, un pequeño roble, de esos que toman el relevo a las altas hayas en la Sierra de Andía, mirándome tímidamente, joven e inexperto, pero con la fuerza y el espíritu aventurero del que comienza. 


Sonríe y me dice: 
“Hay madera Vanesa, hay madera”.

miércoles, 18 de abril de 2012

Antes de rendirte...

La vida nos brinda ejemplos de superación cada día, a nuestro alrededor, en los pequeños gestos y en los grandes esfuerzos. 




Este es uno más, pero creo que merece la pena verlo, para que no se nos olvide.

lunes, 9 de enero de 2012

El peso de las palabras

El ser humano se distingue del resto de los miembros del reino animal, entre otras cosas, por su capacidad para expresarse mediante el lenguaje verbal. Se trata de una especie curiosa, joven y que ha cambiado considerablemente en un espacio de tiempo bastante corto. Si trasladamos la observación de esa capacidad del género al individuo esta es pareja, pues el hombre cambia de una manera excepcional durante su crecimiento.
En ese hablar, en la comunicación entre personas, bastan solo tres palabras para que hasta el más pintado sienta un escalofrío a lo largo de la espina dorsal: Tenemos que hablar. En el terreno sentimental, esta breve frase suele presentarse como vaticinio de una inminente ruptura o, cuanto menos, de una crisis considerable en la pareja. Tal faceta de crisis es extensible y aplicable a otros terrenos. Cuando pensamos en la vida académica y profesional, las piernas tiemblan más o menos de la misma forma que al joven enamorado, pues la crisis es cambio y cambiar cuesta.
Ignoro si se trata de un rasgo común a todas las personas o si es algo más bien cultural, pero lo cierto es que he observado cómo la resistencia al cambio aumenta con la edad del individuo, incluso cuando este es consciente de que la novedad traerá grandes ventajas a su vida. Me preocupa seriamente verme afectada por esta tendencia. Nunca he sido miedosa ni muy conservadora en mis quehaceres, más bien al contrario, siempre me he considerado bastante aventurera en el pensar y el obrar, dispuesta a recoger mi vida en una mochila y partir hacia un  nuevo destino que me brindase nuevas y mejores oportunidades, dicho de otro modo, siempre abierta al cambio. Ya no me veo igual. Pensar a largo plazo en una carrera, una estabilidad, una familia, choca con la disponibilidad a marchar de aquí para allá, amenaza el equilibrio que con tanto ahínco uno empieza a buscar al rondar la treintena, el problema es cuando esa balsa de aceite económica –por así decirlo, simplificando bastante- impregna todas las facetas de la vida y la persona envejece aun siendo joven.
Te oxidas. Lentamente, te acostumbras a una rutina diaria en la que limpias, cocinas, trabajas, lees un poco, algo de tele… y ya no queda tiempo para más, hay que descansar y no has reservado apenas unos minutos para pararte a pensar en qué es lo que has hecho hoy, para qué, o en si responde a lo que esperabas de tu vida y, de no ser así, qué está en tu mano para reconducir tus propios pasos. A veces sí dispones de ese tiempo, pero prefieres no meditar porque sabes que hay cuestiones pendientes, sin resolver, que requieren de un esfuerzo y un cambio, de una crisis al fin y al cabo, que tal vez duela y a lo que no quieres enfrentarte porque has perdido la costumbre.
Cuando uno es pequeño la situación no suele ser así, es más bien la opuesta: durante doce o catorce años los niños aprenden cosas cada día, muchas, a veces algunas chocan con lo que han aprendido antes, pero ellos avanzan, viven su pequeño pero gran cambio de paradigma y continúan, conviviendo con una gran curiosidad que los conduce a conocer un poco más cada día, aunque ello implique cierta molestia por el esfuerzo. ¿Qué pasa con los adultos? Claro está que hay excepciones –y que deseo llegar a ser una de ellas- pero, ¿por qué cuesta tanto? Aristóteles explicaba que los animales, a diferencia del ser humano, nacen programados por lo que hoy llamamos el instinto; entonces, si la persona no nace programada para aferrarse a sus ideas cual clavo ardiendo en mitad de la tormenta, ¿será que prefiere auto-programarse para no salir nunca del escepticismo, del relativismo, del cientificismo o del  -ismo que corresponda a cada caso? Y, aunque llegue a darse de bruces con la respuesta a una pregunta ¿la negaría si no casa con su ombliguismo?

Creo que hay que buscar un poco más, la comunicación verbal brinda una vía de avance prácticamente infinita, abrirse al cambio mediante el diálogo es abrirse al propio crecimiento y auto-enriquecimiento. 
Nadie debería olvidarse de dialogar consigo mismo unos minutos al día, buscar los propios miedos  y preocupaciones para ser capaz de hallar soluciones y mejorar cada día su calidad de vida en el sentido profundo, pues la vida no se limita a la extensión material, el bienestar espiritual es el núcleo del que surge la felicidad. Siendo esto así, el diálogo con el otro se presenta como una nueva fuente de enriquecimiento de ese bienestar, de esa búsqueda de la felicidad. Y si ciertamente “No hay una única descripción verdadera de la cosa, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales de la cosa que pueden ser complementarios, incluso aunque a primera vista pudieran parecer incompatibles”[1] hablemos sobre ello, enriquezcámonos con la visión de los demás y dejemos que ellos lo hagan con la nuestra. Hay que aprender a perder el miedo al cambio.


[1] NUBIOLA, J (2006): El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica. Pg. 217.

Pamplona: EUNSA.

domingo, 8 de enero de 2012

Perdón si me repito


Si este fuera el momento de confesar algo, debo reconocerlo, me gusta escribir. Siempre he encontrado un gusto especial al proceso casi mágico de plasmar los pensamientos con palabras halladas tras un largo proceso de reflexión o, algunas pocas veces, por la simple suerte de acierto. Seguramente no se trate más que de un reflejo de la pasión por la lectura que descubrí en la infancia gracias a la Señorita Nieves, nuestra maestra de párvulos, quien nos presentó las obras de aquella gran figura que daba nombre a nuestro colegio, Gloria Fuertes, y su fantástica historia sobre un niño que no crecía porque no leía[1]. Cuando uno es pequeño, lo más importante es crecer, al menos así lo entendía yo, al igual que mis amigos, unos querían ser maquinistas, peluqueras, mecánicos, médicos, pero, sobre todo, ser más altos, así que –deduje- tenía que leer, no sé si lo hice bien, pero fui la niña más alta de mi clase durante algunos años.

La perspectiva de una persona ante la vida cambia, se transforma, con el paso de los años, con las experiencias que le toca vivir, la mirada toma diferentes ángulos desde los que observar y enfrentarse al camino que se abre ante sí. Como parte de la existencia que es, la concepción de lo que la prosa o el verso signifiquen es también susceptible de verse modificada; cambié las grandes novelas por los ensayos  filosóficos y los pequeños o mayores trabajos de investigación de mentes más brillantes –o, al menos, más curtidas que la mía. Ir conociendo las grandes obras de los maestros de la historia del pensamiento hizo que me plantease muy seriamente qué es lo que pueden aportar mis palabras al mundo y no encontré respuesta, así que poco a poco, sin apenas darme cuenta, limité mis escritos a las exigencias de los trabajos a presentar para la licenciatura.
Durante años he considerado que se trataba de la postura acertada, pues, al fin y al cabo, no todas las personas son iguales, algunas sienten una inspiración y vocación total y decidida hacia la investigación, a descubrir algo que, si no cambia el paradigma del pensamiento, al menos aporte algo nuevo. Mi vocación fue siempre la misma, desde el primer día hasta el último he deseado ser profesora, aunque muchas veces me sentí tentada de zambullirme en el doctorado de alguna de mis dos grandes pasiones: la estética y la filosofía de la ciencia. No quise escribir, porque no tenía nada importante que decir, porque no he sentido la necesidad de publicar o, tal vez, porque, en el fondo, no sé si a alguien podría interesarle alguna vez leerme. Pero todo cambia y últimamente he vuelto a pensar en cuál es la postura correcta.
Sócrates. La figura de este gran pensador es la primera piedra del camino que llevo ya años construyendo y recorriendo. Sócrates nunca escribió –y si lo hizo nada ha llegado a nuestros días mantuvo sus enseñanzas en profunda oralidad y, por más que aquello pudiese transmitir a sus discípulos una fuerza y una vida de la que la palabra escrita carecía a su entender, los que no tuvimos esa suerte, unos cuantos siglos más tarde, lamentamos profundamente que no dejase testimonio de sus enseñanzas por medio de la tinta. Es de agradecer que algunos de esos aprendices, después maestros, como Platón, se decidiesen a transmitir a las generaciones futuras el pensamiento que marcaría la historia de Occidente. Yo no puedo brindar a mis lectores joyas tan valiosas como las de este ateniense, pues si él no sabía nada, qué podré llegar a saber yo. 
Pero hay una cuestión que, reconozco, sí me inquieta: ¿qué ocurriría si de entre una de esas ideas que fluyen por la mente de uno y que se escapan de nuevo si no se las atrapa con lápiz y papel fuese, precisamente, la chispa que una mente brillante necesitase para encender la mecha de algo importante? Nunca se sabe.
Me gusta escribir, ahora toca investigar para no volver a descubrir lo que alguien ya descubrió, para elaborar el pensamiento propio con la deuda del pasado y una próspera proyección hacia el futuro. Por el camino que queda, por los cientos de páginas que aún faltan por leer, pido disculpas de antemano, perdónenme si me repito, pues no pretendo volver a contar lo que otros contaron antes.



[1] FUERTES, G.: El domador mordió al león. Escuela Española, Madrid. 1982.

jueves, 5 de enero de 2012

De diarios, cartas y nuevas vidas

El lenguaje. Si se tratase de averiguar a qué pregunta corresponde esta respuesta, podría valer aquella acerca de qué es lo que hace al ser humano genuino frente al resto de los seres. Es curioso el proceso de aprendizaje de las vicisitudes lingüísticas a lo largo de la vida, el cambio en el grado de pasión que la mayoría vive según crece. Cuando uno es pequeño y descubre el fantástico mundo de las letras, cada día es una aventura, y los niños y niñas acuden a la escuela expectantes ante el posible descubrimiento de un nuevo personaje como la “q”, que se había quedado coja y necesitaba ir acompañada por el rey “u”, quien hacía las veces de muleta, para poder hablar.

Se aprenden muchas cosas durante los primeros años, todas fascinantes, pero creo que el lenguaje es la pieza maestra de todo lo que uno puede construir en su vida. Es a hablar a lo primero que te instan tus padres, y serán esas palabras las que te ayuden a crear ideas propias primero, para poder comunicarlas después. Esta habilidad tan curiosa es la que permite que otros puedan comprenderte, y que logres crecer en sentido profundo. En este proceso, muy posiblemente sea la escritura el hacer que mejor propicia el crecimiento; en el silencio ante el papel o la pantalla es cuando un interior agitado se calma, por unos instantes, para dirigirse hacia sí mismo a través de la tinta. Es algo precioso, pero no por ello carente de dolor. Crecer siempre es doloroso, no hay más que recordar aquellos días en que las piernas parecían querer salir corriendo del cuerpo de uno durante el “estirón”. Y no solo eso, duele porque no siempre creces como quieres y cuando lo deseas; a veces trabajas en algo durante meses para acabar constatando que no era la mejor opción, o quizás el camino acertado, pero, cuidado, has crecido de todos modos.
Nunca terminé de coger el gusto a llevar un diario, no sé, tal vez soy reflejo de lo que Nubiola explica[1], y ya de tan pequeña sentía esa falta de interés hacia escribir sobre lo que hacía a lo largo del día. Un par de años más tarde descubrí lo grato que podía resultar escribir no sobre lo que acontecía en un día cualquiera, sino sobre lo que todo ello me hacía pensar y sentir. Pero esto siempre me ha llevado a plantearme una cuestión: si escribo todo, si desnudo el alma sobre un papel, ¿qué queda para mí? Dejé de escribir diarios en la adolescencia, cuando fui consciente de que la agitación propia de la edad me conducía a plasmar pensamientos que podían dañar los ojos de algún lector curioso.

La expresión de mis preocupaciones tomó pronto forma de carta. Escribí cientos. Entre las chicas era algo muy común, que solía adornarse con cierto misterio y delirios románticos; tuve muchos amigos de “carteo”, en esos folios conté muchas cosas, grandes tonterías y pequeñas perlas de ideas profundas, hoy perdidas en el cajón de personas a las que hace años que no veo. Por eso creo que lo más importante del papel de carta no debería ser su bonito color o su agradable perfume, sino que lleve calco, para que uno no pierda las palabras que nacen de la naturalidad de escribir a su mejor amigo, porque ese es el escenario más sincero, limpio y sencillo para la verbalización del pensamiento, más incluso que cuando uno escribe para sí mismo.
La renuncia a exponer las ideas en diarios tuvo otras implicaciones prácticas. Para no perder el hilo de mis propias reflexiones me acostumbré precisamente a eso, a reflexionar. Siempre dedico un tiempo a repasar lo sucedido, sus implicaciones, mis ideas al respecto… es un ejercicio muy útil que ayuda a desarrollar la memoria vital de una manera más que considerable, pero tiene una gran pega, como es evidente, se pierden muchos detalles. Cuando trabajo sobre un texto, una obra, o la cuestión que corresponda, mis notas suelen limitarse a lo que el texto dice, poco a poco me he ido esforzando en anotar en los márgenes cuestiones que me sugiere o ideas con las que se relaciona lo que dice el autor, pero me cuesta, mucho. La mitad del trabajo la llevo en la cabeza. Es algo arriesgado, lo sé por experiencia, parecido a no hacer copia de seguridad de nuestros documentos en el ordenador, pero algunos hábitos echan raíces muy profundas y sigo luchando pacientemente con este para intentar mejorar la técnica poco a poco.
Escribir debe ser –por lo que he oído contar como traer una vida a este mundo. Cuando un nuevo ser llega, todos acudimos a darle la bienvenida, a decirle a sus padres lo guapo que es, lo sano que está… preguntamos qué tal fue el parto. El parto, es el empujón, pero las madres suelen olvidarse del dolor de ese día, se acuerdan más de la gestación y de la sensación, al ver a su hijo, de que la aventura no ha hecho más que empezar, que queda toda la vida para disfrutarla y pelear por ella.


[1]  NUBIOLA, J (2006): El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica. Pg. 94. Pamplona: Eunsa.

miércoles, 4 de enero de 2012

La pregunta incómoda

En la reflexión sobre aquello que le es propio al ser humano en sus más diversas facetas, sobre lo singular de nuestro modo de conocer, de los entresijos de nuestra mente y espíritu, han llegado a verterse ríos de tinta a lo largo de los siglos a manos de los pensadores más ilustres y de los menos conocidos de toda la historia de la humanidad. Resulta cuanto menos curioso imaginar si no se igualaría la magnitud de un océano al plasmar sobre el papel lo que ha significado, para todos aquellos que lo hicieron, optar por este camino que es el de dedicarse a aquello que los sabios bautizaron con el nombre de filosofía.
Ciertamente, es una vocación que llama a la puerta cuando se es realmente joven. Recuerdo una tarde en que a los catorce o quince años me decidí a pelearme con las teclas de una máquina de escribir para expresar aquellos pensamientos que gustaban de revolotear por mi cabeza cuando disponía de un rato más o menos libre, u ocupado y algo aburrido. Escribí sin apenas detenerme un par de folios, creo, de esbozos filosóficos que consideraba originales y revolucionarios. Después descubriría que un señor conocido como Descartes había expresado aquello de un modo mucho más elocuente y profundo algunos siglos antes.
Cuando descubres que existe algo tan grande como esto, el mundo cuya puerta abre el estudio filosófico, no puedes evitar sentir una gran emoción. Todos los que saben, aquellos que están más curtidos en estos lares, no desperdician la oportunidad de advertirte que esta es una manera de vivir que siempre traerá consigo una pregunta y que, si alguna vez logras resolverla, su respuesta traerá otras dos cuestiones aún más peliagudas que te llevarán de cabeza por la vida. La verdad es que este fue un reto que siempre he asumido con gusto, aunque la duda metódica a veces exige controlar exhaustivamente otros aspectos más mundanos de la vida para sentirse algo más dueño de la propia existencia. No me importó tampoco aceptar la realidad de lo complicado que resulta en la actualidad vivir de esta profesión de aspirante a filósofo eterna aspirante, cosa que nuestro experto en la filosofía griega nos repitió hasta el hastío con toda la buena intención del mundo, tratando de evitarnos la profunda depresión  fruto de salir al mercado laboral y no encontrar hueco. Lo que pesa, lo que abre brecha en el corazón del que gusta de esta pasión por el pensar –suyo y de otros es la incomprensión  que el mundo le devuelve como respuesta a sus preguntas incómodas, el rechazo a ahondar un poco más, porque a la gente le cansa darle una vuelta de tuerca más a la vida. Pero, es esta una lucha que viene de antiguo, fue el caso del gran Sócrates, y el que se embarca en esta aventura lidia con ella más de lo que al principio cabe esperar.
Una pasión, eso es. A la carrera se llega –al menos en mi promoción con  una energía increíble, cual gaseosa agitada y recién abierta, con ganas de comerse el mundo y arreglarlo de arriba a abajo. La verdad es que no sé muy bien cuántos pájaros en la cabeza podía llevar cada uno para creerse tan capaz de resolver todo lo que nadie antes pudo, pero con el tiempo entiendes que hace falta empezar así para salir cuerdo del paso. La carrera no cumple solo con la misión de formarte en corrientes, áreas y grandes figuras, lucha contra esa actitud casi histriónica de querer opinar sobre todo y aprenderlo todo obligándote a hacerlo con método. Al principio luchas, sí, ¿cómo pueden matar así mi pensamiento? Claro, que todos nos creíamos Sócrates, pero nadie se preocupaba de lo que este sabio tuvo que trabajar para convertirse en lo que era. Una vez que vas cediendo y entras por el aro metodológico, al otro lado puedes mirar al novato de primero y entender el porqué de tanta insistencia en seguir unas pautas para buscar la expresión clara del pensamiento, sobre todo cuando topas con Heidegger, con El ser y el tiempo en concreto, obras grandes que deberían adjuntar un manual de lectura detallado para aspirar a percibir al menos un par de ideas principales. Puede que sea por la vivencia de esta experiencia con tan genuino alemán por lo que siempre he valorado la claridad en la expresión del pensamiento como la más brillante virtud del filósofo. 
Por ello entiendo que la tarea de aquellos que deciden dedicarse a esto con la meta de transmitir su pasión a otros, no deben nunca ofuscarse en ahondar en el sentido más profundo de los textos de los clásicos si el precio a pagar es que el auditorio se vuelva a casa tal como vino, sin saber qué es lo que han contado y con cierto desconcierto.

lunes, 2 de enero de 2012

Comenzar

La especulación para el nuevo año ha sido de lo más variopinta. Según  a quién preguntes, deberás cuidar tus ahorros, porque la crisis no ha decidido marcharse de momento, otros creen que sí comenzará a hacerlo… claro, que también están los que creen firmemente que hemos comenzado el último año de nuestro planeta.

    Entre tanto “optimismo”, yo he decidido invertir mis esfuerzos en buscar el lado amable de la vida, investigar lo que me trae de bueno cada pequeño gran momento, pues lo malo ya se deja ver sin necesidad de buscarlo. Entre los proyectos del 2012 inauguro este blog, modesto pero ambicioso, en el que pretendo compartir un poquito de este devenir vital con todo aquel que quiera. 
    Cada día se presenta como un nuevo comienzo, ¿por qué no iba a serlo este año también? Aún queda mucho por hacer, así que habrá que aprovechar el tiempo.


-Suerte para el nuevo año-