
El lenguaje. Si se tratase de averiguar a qué pregunta corresponde esta respuesta, podría valer aquella acerca de qué es lo que hace al ser humano genuino frente al resto de los seres. Es curioso el proceso de aprendizaje de las vicisitudes lingüísticas a lo largo de la vida, el cambio en el grado de pasión que la mayoría vive según crece. Cuando uno es pequeño y descubre el fantástico mundo de las letras, cada día es una aventura, y los niños y niñas acuden a la escuela expectantes ante el posible descubrimiento de un nuevo personaje como la “q”, que se había quedado coja y necesitaba ir acompañada por el rey “u”, quien hacía las veces de muleta, para poder hablar.Se aprenden muchas cosas durante los primeros años, todas fascinantes, pero creo que el lenguaje es la pieza maestra de todo lo que uno puede construir en su vida. Es a hablar a lo primero que te instan tus padres, y serán esas palabras las que te ayuden a crear ideas propias primero, para poder comunicarlas después. Esta habilidad tan curiosa es la que permite que otros puedan comprenderte, y que logres crecer en sentido profundo. En este proceso, muy posiblemente sea la escritura el hacer que mejor propicia el crecimiento; en el silencio ante el papel o la pantalla es cuando un interior agitado se calma, por unos instantes, para dirigirse hacia sí mismo a través de la tinta. Es algo precioso, pero no por ello carente de dolor. Crecer siempre es doloroso, no hay más que recordar aquellos días en que las piernas parecían querer salir corriendo del cuerpo de uno durante el “estirón”. Y no solo eso, duele porque no siempre creces como quieres y cuando lo deseas; a veces trabajas en algo durante meses para acabar constatando que no era la mejor opción, o quizás el camino acertado, pero, cuidado, has crecido de todos modos.
Nunca terminé de coger el gusto a llevar un diario, no sé, tal vez soy reflejo de lo que Nubiola explica[1], y ya de tan pequeña sentía esa falta de interés hacia escribir sobre lo que hacía a lo largo del día. Un par de años más tarde descubrí lo grato que podía resultar escribir no sobre lo que acontecía en un día cualquiera, sino sobre lo que todo ello me hacía pensar y sentir. Pero esto siempre me ha llevado a plantearme una cuestión: si escribo todo, si desnudo el alma sobre un papel, ¿qué queda para mí? Dejé de escribir diarios en la adolescencia, cuando fui consciente de que la agitación propia de la edad me conducía a plasmar pensamientos que podían dañar los ojos de algún lector curioso.
La expresión de mis preocupaciones tomó pronto forma de carta. Escribí cientos. Entre las chicas era algo muy común, que solía adornarse con cierto misterio y delirios románticos; tuve muchos amigos de “carteo”, en esos folios conté muchas cosas, grandes tonterías y pequeñas perlas de ideas profundas, hoy perdidas en el cajón de personas a las que hace años que no veo. Por eso creo que lo más importante del papel de carta no debería ser su bonito color o su agradable perfume, sino que lleve calco, para que uno no pierda las palabras que nacen de la naturalidad de escribir a su mejor amigo, porque ese es el escenario más sincero, limpio y sencillo para la verbalización del pensamiento, más incluso que cuando uno escribe para sí mismo.La renuncia a exponer las ideas en diarios tuvo otras implicaciones prácticas. Para no perder el hilo de mis propias reflexiones me acostumbré precisamente a eso, a reflexionar. Siempre dedico un tiempo a repasar lo sucedido, sus implicaciones, mis ideas al respecto… es un ejercicio muy útil que ayuda a desarrollar la memoria vital de una manera más que considerable, pero tiene una gran pega, como es evidente, se pierden muchos detalles. Cuando trabajo sobre un texto, una obra, o la cuestión que corresponda, mis notas suelen limitarse a lo que el texto dice, poco a poco me he ido esforzando en anotar en los márgenes cuestiones que me sugiere o ideas con las que se relaciona lo que dice el autor, pero me cuesta, mucho. La mitad del trabajo la llevo en la cabeza. Es algo arriesgado, lo sé por experiencia, parecido a no hacer copia de seguridad de nuestros documentos en el ordenador, pero algunos hábitos echan raíces muy profundas y sigo luchando pacientemente con este para intentar mejorar la técnica poco a poco.
Escribir debe ser –por lo que he oído contar‒ como traer una vida a este mundo. Cuando un nuevo ser llega, todos acudimos a darle la bienvenida, a decirle a sus padres lo guapo que es, lo sano que está… preguntamos qué tal fue el parto. El parto, es el empujón, pero las madres suelen olvidarse del dolor de ese día, se acuerdan más de la gestación y de la sensación, al ver a su hijo, de que la aventura no ha hecho más que empezar, que queda toda la vida para disfrutarla y pelear por ella.[1] NUBIOLA, J (2006): El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica. Pg. 94. Pamplona: Eunsa.
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