miércoles, 4 de enero de 2012

La pregunta incómoda

En la reflexión sobre aquello que le es propio al ser humano en sus más diversas facetas, sobre lo singular de nuestro modo de conocer, de los entresijos de nuestra mente y espíritu, han llegado a verterse ríos de tinta a lo largo de los siglos a manos de los pensadores más ilustres y de los menos conocidos de toda la historia de la humanidad. Resulta cuanto menos curioso imaginar si no se igualaría la magnitud de un océano al plasmar sobre el papel lo que ha significado, para todos aquellos que lo hicieron, optar por este camino que es el de dedicarse a aquello que los sabios bautizaron con el nombre de filosofía.
Ciertamente, es una vocación que llama a la puerta cuando se es realmente joven. Recuerdo una tarde en que a los catorce o quince años me decidí a pelearme con las teclas de una máquina de escribir para expresar aquellos pensamientos que gustaban de revolotear por mi cabeza cuando disponía de un rato más o menos libre, u ocupado y algo aburrido. Escribí sin apenas detenerme un par de folios, creo, de esbozos filosóficos que consideraba originales y revolucionarios. Después descubriría que un señor conocido como Descartes había expresado aquello de un modo mucho más elocuente y profundo algunos siglos antes.
Cuando descubres que existe algo tan grande como esto, el mundo cuya puerta abre el estudio filosófico, no puedes evitar sentir una gran emoción. Todos los que saben, aquellos que están más curtidos en estos lares, no desperdician la oportunidad de advertirte que esta es una manera de vivir que siempre traerá consigo una pregunta y que, si alguna vez logras resolverla, su respuesta traerá otras dos cuestiones aún más peliagudas que te llevarán de cabeza por la vida. La verdad es que este fue un reto que siempre he asumido con gusto, aunque la duda metódica a veces exige controlar exhaustivamente otros aspectos más mundanos de la vida para sentirse algo más dueño de la propia existencia. No me importó tampoco aceptar la realidad de lo complicado que resulta en la actualidad vivir de esta profesión de aspirante a filósofo eterna aspirante, cosa que nuestro experto en la filosofía griega nos repitió hasta el hastío con toda la buena intención del mundo, tratando de evitarnos la profunda depresión  fruto de salir al mercado laboral y no encontrar hueco. Lo que pesa, lo que abre brecha en el corazón del que gusta de esta pasión por el pensar –suyo y de otros es la incomprensión  que el mundo le devuelve como respuesta a sus preguntas incómodas, el rechazo a ahondar un poco más, porque a la gente le cansa darle una vuelta de tuerca más a la vida. Pero, es esta una lucha que viene de antiguo, fue el caso del gran Sócrates, y el que se embarca en esta aventura lidia con ella más de lo que al principio cabe esperar.
Una pasión, eso es. A la carrera se llega –al menos en mi promoción con  una energía increíble, cual gaseosa agitada y recién abierta, con ganas de comerse el mundo y arreglarlo de arriba a abajo. La verdad es que no sé muy bien cuántos pájaros en la cabeza podía llevar cada uno para creerse tan capaz de resolver todo lo que nadie antes pudo, pero con el tiempo entiendes que hace falta empezar así para salir cuerdo del paso. La carrera no cumple solo con la misión de formarte en corrientes, áreas y grandes figuras, lucha contra esa actitud casi histriónica de querer opinar sobre todo y aprenderlo todo obligándote a hacerlo con método. Al principio luchas, sí, ¿cómo pueden matar así mi pensamiento? Claro, que todos nos creíamos Sócrates, pero nadie se preocupaba de lo que este sabio tuvo que trabajar para convertirse en lo que era. Una vez que vas cediendo y entras por el aro metodológico, al otro lado puedes mirar al novato de primero y entender el porqué de tanta insistencia en seguir unas pautas para buscar la expresión clara del pensamiento, sobre todo cuando topas con Heidegger, con El ser y el tiempo en concreto, obras grandes que deberían adjuntar un manual de lectura detallado para aspirar a percibir al menos un par de ideas principales. Puede que sea por la vivencia de esta experiencia con tan genuino alemán por lo que siempre he valorado la claridad en la expresión del pensamiento como la más brillante virtud del filósofo. 
Por ello entiendo que la tarea de aquellos que deciden dedicarse a esto con la meta de transmitir su pasión a otros, no deben nunca ofuscarse en ahondar en el sentido más profundo de los textos de los clásicos si el precio a pagar es que el auditorio se vuelva a casa tal como vino, sin saber qué es lo que han contado y con cierto desconcierto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario