domingo, 8 de enero de 2012

Perdón si me repito


Si este fuera el momento de confesar algo, debo reconocerlo, me gusta escribir. Siempre he encontrado un gusto especial al proceso casi mágico de plasmar los pensamientos con palabras halladas tras un largo proceso de reflexión o, algunas pocas veces, por la simple suerte de acierto. Seguramente no se trate más que de un reflejo de la pasión por la lectura que descubrí en la infancia gracias a la Señorita Nieves, nuestra maestra de párvulos, quien nos presentó las obras de aquella gran figura que daba nombre a nuestro colegio, Gloria Fuertes, y su fantástica historia sobre un niño que no crecía porque no leía[1]. Cuando uno es pequeño, lo más importante es crecer, al menos así lo entendía yo, al igual que mis amigos, unos querían ser maquinistas, peluqueras, mecánicos, médicos, pero, sobre todo, ser más altos, así que –deduje- tenía que leer, no sé si lo hice bien, pero fui la niña más alta de mi clase durante algunos años.

La perspectiva de una persona ante la vida cambia, se transforma, con el paso de los años, con las experiencias que le toca vivir, la mirada toma diferentes ángulos desde los que observar y enfrentarse al camino que se abre ante sí. Como parte de la existencia que es, la concepción de lo que la prosa o el verso signifiquen es también susceptible de verse modificada; cambié las grandes novelas por los ensayos  filosóficos y los pequeños o mayores trabajos de investigación de mentes más brillantes –o, al menos, más curtidas que la mía. Ir conociendo las grandes obras de los maestros de la historia del pensamiento hizo que me plantease muy seriamente qué es lo que pueden aportar mis palabras al mundo y no encontré respuesta, así que poco a poco, sin apenas darme cuenta, limité mis escritos a las exigencias de los trabajos a presentar para la licenciatura.
Durante años he considerado que se trataba de la postura acertada, pues, al fin y al cabo, no todas las personas son iguales, algunas sienten una inspiración y vocación total y decidida hacia la investigación, a descubrir algo que, si no cambia el paradigma del pensamiento, al menos aporte algo nuevo. Mi vocación fue siempre la misma, desde el primer día hasta el último he deseado ser profesora, aunque muchas veces me sentí tentada de zambullirme en el doctorado de alguna de mis dos grandes pasiones: la estética y la filosofía de la ciencia. No quise escribir, porque no tenía nada importante que decir, porque no he sentido la necesidad de publicar o, tal vez, porque, en el fondo, no sé si a alguien podría interesarle alguna vez leerme. Pero todo cambia y últimamente he vuelto a pensar en cuál es la postura correcta.
Sócrates. La figura de este gran pensador es la primera piedra del camino que llevo ya años construyendo y recorriendo. Sócrates nunca escribió –y si lo hizo nada ha llegado a nuestros días mantuvo sus enseñanzas en profunda oralidad y, por más que aquello pudiese transmitir a sus discípulos una fuerza y una vida de la que la palabra escrita carecía a su entender, los que no tuvimos esa suerte, unos cuantos siglos más tarde, lamentamos profundamente que no dejase testimonio de sus enseñanzas por medio de la tinta. Es de agradecer que algunos de esos aprendices, después maestros, como Platón, se decidiesen a transmitir a las generaciones futuras el pensamiento que marcaría la historia de Occidente. Yo no puedo brindar a mis lectores joyas tan valiosas como las de este ateniense, pues si él no sabía nada, qué podré llegar a saber yo. 
Pero hay una cuestión que, reconozco, sí me inquieta: ¿qué ocurriría si de entre una de esas ideas que fluyen por la mente de uno y que se escapan de nuevo si no se las atrapa con lápiz y papel fuese, precisamente, la chispa que una mente brillante necesitase para encender la mecha de algo importante? Nunca se sabe.
Me gusta escribir, ahora toca investigar para no volver a descubrir lo que alguien ya descubrió, para elaborar el pensamiento propio con la deuda del pasado y una próspera proyección hacia el futuro. Por el camino que queda, por los cientos de páginas que aún faltan por leer, pido disculpas de antemano, perdónenme si me repito, pues no pretendo volver a contar lo que otros contaron antes.



[1] FUERTES, G.: El domador mordió al león. Escuela Española, Madrid. 1982.

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