El ser humano se distingue del resto de los miembros del reino animal, entre otras cosas, por su capacidad para expresarse mediante el lenguaje verbal. Se trata de una especie curiosa, joven y que ha cambiado considerablemente en un espacio de tiempo bastante corto. Si trasladamos la observación de esa capacidad del género al individuo esta es pareja, pues el hombre cambia de una manera excepcional durante su crecimiento.
En ese hablar, en la comunicación entre personas, bastan solo tres palabras para que hasta el más pintado sienta un escalofrío a lo largo de la espina dorsal: Tenemos que hablar. En el terreno sentimental, esta breve frase suele presentarse como vaticinio de una inminente ruptura o, cuanto menos, de una crisis considerable en la pareja. Tal faceta de crisis es extensible y aplicable a otros terrenos. Cuando pensamos en la vida académica y profesional, las piernas tiemblan más o menos de la misma forma que al joven enamorado, pues la crisis es cambio y cambiar cuesta.
Ignoro si se trata de un rasgo común a todas las personas o si es algo más bien cultural, pero lo cierto es que he observado cómo la resistencia al cambio aumenta con la edad del individuo, incluso cuando este es consciente de que la novedad traerá grandes ventajas a su vida. Me preocupa seriamente verme afectada por esta tendencia. Nunca he sido miedosa ni muy conservadora en mis quehaceres, más bien al contrario, siempre me he considerado bastante aventurera en el pensar y el obrar, dispuesta a recoger mi vida en una mochila y partir hacia un nuevo destino que me brindase nuevas y mejores oportunidades, dicho de otro modo, siempre abierta al cambio. Ya no me veo igual. Pensar a largo plazo en una carrera, una estabilidad, una familia, choca con la disponibilidad a marchar de aquí para allá, amenaza el equilibrio que con tanto ahínco uno empieza a buscar al rondar la treintena, el problema es cuando esa balsa de aceite económica –por así decirlo, simplificando bastante- impregna todas las facetas de la vida y la persona envejece aun siendo joven.
Te oxidas. Lentamente, te acostumbras a una rutina diaria en la que limpias, cocinas, trabajas, lees un poco, algo de tele… y ya no queda tiempo para más, hay que descansar y no has reservado apenas unos minutos para pararte a pensar en qué es lo que has hecho hoy, para qué, o en si responde a lo que esperabas de tu vida y, de no ser así, qué está en tu mano para reconducir tus propios pasos. A veces sí dispones de ese tiempo, pero prefieres no meditar porque sabes que hay cuestiones pendientes, sin resolver, que requieren de un esfuerzo y un cambio, de una crisis al fin y al cabo, que tal vez duela y a lo que no quieres enfrentarte porque has perdido la costumbre.
Cuando uno es pequeño la situación no suele ser así, es más bien la opuesta: durante doce o catorce años los niños aprenden cosas cada día, muchas, a veces algunas chocan con lo que han aprendido antes, pero ellos avanzan, viven su pequeño pero gran cambio de paradigma y continúan, conviviendo con una gran curiosidad que los conduce a conocer un poco más cada día, aunque ello implique cierta molestia por el esfuerzo. ¿Qué pasa con los adultos? Claro está que hay excepciones –y que deseo llegar a ser una de ellas- pero, ¿por qué cuesta tanto? Aristóteles explicaba que los animales, a diferencia del ser humano, nacen programados por lo que hoy llamamos el instinto; entonces, si la persona no nace programada para aferrarse a sus ideas cual clavo ardiendo en mitad de la tormenta, ¿será que prefiere auto-programarse para no salir nunca del escepticismo, del relativismo, del cientificismo o del -ismo que corresponda a cada caso? Y, aunque llegue a darse de bruces con la respuesta a una pregunta ¿la negaría si no casa con su ombliguismo?
Creo que hay que buscar un poco más, la comunicación verbal brinda una vía de avance prácticamente infinita, abrirse al cambio mediante el diálogo es abrirse al propio crecimiento y auto-enriquecimiento.
Nadie debería olvidarse de dialogar consigo mismo unos minutos al día, buscar los propios miedos y preocupaciones para ser capaz de hallar soluciones y mejorar cada día su calidad de vida en el sentido profundo, pues la vida no se limita a la extensión material, el bienestar espiritual es el núcleo del que surge la felicidad. Siendo esto así, el diálogo con el otro se presenta como una nueva fuente de enriquecimiento de ese bienestar, de esa búsqueda de la felicidad. Y si ciertamente “No hay una única descripción verdadera de la cosa, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales de la cosa que pueden ser complementarios, incluso aunque a primera vista pudieran parecer incompatibles”[1] hablemos sobre ello, enriquezcámonos con la visión de los demás y dejemos que ellos lo hagan con la nuestra. Hay que aprender a perder el miedo al cambio.
[1] NUBIOLA, J (2006): El taller de la filosofía. Una introducción a la escritura filosófica. Pg. 217.
Pamplona: EUNSA.










